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El amo del corral

14 Jul

Llegó un momento en que, en cuanto hubo amainado la refriega entre Baker y Pottville y los veinte o treinta últimos chicanos de la factoría avícola de Sodderbrook, los teutones de Buzzard’s-Roost, los gnomos de la calle Dowler y las ratas de fábrica del este de Baker hubieron sido esposados y hacinados en los furgons celulares de la oficina del sheriff Tom Dippold, con destino a los atestados mataderos de Keller & Powell, y en cuanto las mangueras regaron y dispersaron las fogatas de basura de la calle Mayor, entre las pavesas de la calle Gingerbread, y en cuanto el gimnasio de la escuela fue ocupado y fumigado por una brigada de mal pertrechados y cuasi estupefactos agentes de la comarca, y una vez controlado el pillaje general en Geiger y sofocados los disturbios de la calle 3 y Poplar, y mucho después de que una horda enfurecida de camioneros de la mina de carbón número 6 de Ebony Steed, en una trepidante procesión apisonadora de arietes Dodge, hubiese realizado su infortunada visita conciliatoria de medianoche a las ratas de río en la orilla del Patokah, y de que el resto de la población estuviera tan hundida en sus propios excrementos que hasta los locutores de Pottville 6 se vieron obligados a admitir que Baker parecía estar esperando la llegada de los cuatro jinetes, llegó un momento en que, en el apogeo de todo aquel desbarajuste, los ciudadanos en sus cabales e informados que quedaban en Greene County supieron exactamente quién era y qué representaba John Kaltenbrunner.

Traducción de Jaime Zulaika